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La Edad Media es el tercer periodo de la historia occidental, desarrollado entre los siglos X y XV, y que inició con la desaparición del Imperio romano de Occidente en el 476 y finalizó con la caída de la ciudad de Constantinopla, capital del Imperio romano de Oriente, en 1453, a manos de los ejércitos turco-otomanos de Mehmed II.
El periodo estuvo dominado por el aislamiento, la ignorancia, la teocracia, la superstición y el miedo milenarista alimentado por la inseguridad endémica, la violencia y la brutalidad de guerras e invasiones constantes y epidemias apocalípticas, que si bien tuvo propios procesos y cambios significativos (surgimiento de la burguesía, nacimiento del Islam, creación de estados organizados en Europa central y occidental) significó en la práctica un momento de lento avanza tecnológico.
Ante esto, habría que preguntarnos que hubiese sido de Europa si muchas de las tecnologías y conocimientos romanos consiguieran prevalecer en los estados que sucedieron al Imperio romano, y como esto hubiera cambiado por completo la historia de la humanidad. Bajo este contexto, en esta ucronía se presenta un mundo actual más globalizado, urbano y ecológico, que consiguió muchos de sus avances durante este extenso y magnífico periodo: La Alternativa Edad Media.
Edad Media[]
Alta Edad Media[]
Los territorios del extinto Imperio romano de Occidente quedarían bajo la potestad de diversas naciones germánicas: Italia e Iliria serían dominadas por los ostrogodos, África por los vándalos, Hispania quedaría bajo mandato visigodo (a excepción de las tierras gobernadas por los suevos), y las Galias estarían divididas entre francos, visigodos, burgundios y el Reino de Siagro (último vestigio del poder romano en Occidente).
El rey franco Clodoveo aseguró el poder franco en Galia, tras derrotar a Siagro en la batalla de Soissons (486) y expulsar a los visigodos de la mayor parte de Aquitania (507); casado con Clotilde, princesa burgundia, heredó a sus hijos los derechos sobre el trono de aquel reino, que sería absorbido por los francos en 533. Durante dos siglos las naciones francas pasaron por periodos intermitentes de guerras familias, causadas por las constantes divisiones territoriales que los reyes merovingios realizaban para heredar sus dominios a sus vástagos (según la antigua tradición franca).
Teodorico, rey de los ostrogodos, aseguró la influencia de su reino en Hispania por medio del matrimonio de su hija Teodegoda con el rey Alarico II de los visigodos, que tras su muerte en 509 consigue apoderarse de la regencia de su nieto Amalarico (que comienza su gobierno en 522). Sin embargo, tras la muerte de Teodorico la influencia ostrogoda decae completamente, y los vándalos (con la armada más grande del Mediterráneo occidental y por el matrimonio del rey con una princesa romana) aseguran su poder en Sicilia, Calabria, Cerdeña, Córcega y las Baleares, evitando riñas con el Imperio romano de Oriente.
Bajo el deseo de regresar el esplendor imperial, Justiniano I comienza la invasión de Italia en 533, enviando un poderoso ejército mandado por el general Belisario: las campañas se extendieron casi toda la década, y terminaron por debilitar al gobierno constantinopolitano (si bien el Emperador consiguió su objetivo de liberar a la mayor parte de Italia de los ostrogodos, tomando Rávena y Roma). Tras esto, aconteció la conquista de Iliria, menos costosa y completada para 548; entretanto, el emperador ordenó una segunda invasión italiana (para concretar la autoridad imperial en el norte de la península), que terminó por dejar vacías las arcas del imperio.
Con la muerte de Justiniano, fue cada vez más dificil para la monarquía romana solventar los gastos de Italia, que terminó por caer en manos lombardas (aunque Constantinopla mantuvo bajo su potestad algunos territorios de Italia central, así como las ciudades de Roma y Rávena).
En Hispania, los suevos consolidan su poder por medio de una alianza con los vándalos, aumentando las fronteras del reino hacia el sur, llegando a ciudades como Emérita y Olisipo. Mientras, los visigodos deben atender las constantes incursiones vándalas en sus territorios, perdiendo el puerto de Gades frente a ellos en 548.
Los pueblos anglos y sajones se establecieron en las islas britanicas, formando los reinos de Wessex, Sussex, Essex, Deria y Bernicia; los dos últimos se unificaron en 654 (bajo el liderazgo del primero) con el nombre de Northumbria, que se convirtió en el reino dominante del norte de las islas (llegando a ser su capital, York, el principal centro administrativo y religioso de la región). En el centro de Inglaterra evolucionó el reino de Mercia, que se convirtió en la potencia de facto a mediados del siglo VIII, gracias a las sucesivas conquistas de sus monarcas, y a la buena relación comercial que llegó a tener con algunos reinos de la Europa continental.
A inicios del siglo VII, Europa consiguió un periodo de relativa paz: el reino franco permanecía unido en virtud de la dinastía merovingia (gobernada por sus "reyes holgazanes", ante la realidad de que los verdaderos gobernantes eran los mayordomos de palacio), el reino lombardo alcanzó su cénit en la península itálica, al despojar al Imperio de todos sus dominios italianos, si bien las islas de Cerdeña, Córcega y Sicilia permanecían bajo custodia vándala. Este reino obtuvo la supremacía naval en Europa occidental, anexando Bética en 592 en una guerra contra los visigodos (aunque ya no contaba con el beneplácito de Constantinopla, que tras su derrota en la Guerra de Malta de 598 rompió todo contacto con el reino de Cartago).
Sin embargo, la geopolítica europea cambió drásticamente con la llegada del Islam, y la posteriormente expansión del Califato ortodoxo en Medio Oriente y África: el Imperio oriental perdió Egipto ante los ejércitos musulmanes, y conservó Palestina y Siria gracias a la rápida acción de los generales del emperador Heraclio, y a la ayuda que recibió del reino lombardo. Los musulmanes continuaron su expansión hacia el oeste, comenzando la invasión de Libia (gobernada por los vándalos) en 670; la victoria árabe significó el fin de la supremacía vándala, y el comienzo de su declive.
Los musulmanes se expandirían hacia el este alcanzando Pakistán, comenzando por el oeste unas extenuantes campañas contra los vándalos (que perdieron Cartago en 694, replegandose a las Mauritanias); en el Mediterráneo, los invasores omeyas ocuparon las islas de Sicilia y Cerdeña, mientras Córcega fue adjudicada por los romanos y las Baleares por los visigodos.
En 751 los árabes comenzaron la invasión a Italia: capturaron la región del Benevento para 754, mostrandose decididos a invadir Roma: el papa Esteban II pide socorro a Pipino el Breve (rey franco desde 751, tras deponer a Childerico II, el último monarca merovingio), ante la imposibilidad de acción por parte de Constantinopla. Pipino no duda en marchar a Roma, asegurando apoyo espiritual por parte del Papado ante su reciente subida al trono, mientras el rey franco se compromete a asegurarle un dominio a la Santa Sede lo suficientemente grande como para que pueda preservarle de toda agresión: los Estados Pontificios. Pipino sale victorioso en la Batalla de Terracina, y recibe la consagración papal el 28 de julio de 755 en la basícila de Sant Dennis.
El sucesor de Pipino, Carlomagno extendió los dominios francos a lo largo de su reinado, conquistando Cataluña, Lombardía, Carintia, Baviera y Sajonia, estableciendo un eficiente modelo administrativo y militar que aseguró la supremacía franca en Europa Occidental: ante esta situación, el Papa León III le coronó Emperador en la Navidad del año 800, dando origen a una alianza entre la Iglesia y los Emperadores francos que perduraría hasta entrada la Baja Edad Media.
A la par de la consolidación carolingia, en Britania el reino de Mercia se mantuvo como potencia, y gracias al matrimonio de la princesa Elfreda con el emperador Carlos II fue que la monarquía evito caer en el declive; Wessex, principal enemigo de Mercia, fue conquistado por el último tras la guerra de Winchester de 858. Entretanto, en Hispania los suevos aseguraron su autoridad en la península ibérica con el matrimonio de la princesa Urraca con el príncipe Pipino (futuro emperador como Pipino I) en 834, debilitando aun más al estado visigodo (que en 850 perdió las Baleares frente al conde Bernardo I de Mallorca, que independizó las islas y creó un reino ligado al Imperio carolingio).
Durante medio siglo (889-935), el imperio carolingio fue testigo de un periodo oscuro y turbulento: las guerras sucesorias terminaron por debilitar a la administración imperial, que no pudo actuar frente a las incursiones vikingas y las sublevaciones de los estados tributarios: los moravos fundaron un poderoso estado, que terminó dividiendose entre los bohemios y hungaros (estos últimos estableciendo un principado en 913); los croatas y serbios fueron avasallados por el Imperio romano de oriente; y los catalanes se sublevaron y crearon el reino de Cataluña (anexado por los visigodos en 925).
En 935 fue coronado Luis V, último emperador carolingio, que otorgó a sus dominios las bases políticas para el establecimiento de una nueva monarquía; en 959 convocó a una asamblea de nobles, en donde (ante la falta de descendencia masculina) nombró a Hugo Capeto, esposo de la princesa Luisa (su hija mayor), como heredero al trono imperial (si bien aclaró que este regiría únicamente como Emperador y rey de Frankia, mientras Otón el Sajón gobernaría como rey en Germania, y Conrado de Provenza sería rey de Italia); tras su muerte estalló una sangrienta guerra entre Hugo y Otón, con la decisiva victoria de Hugo y el establecimiento del Sacro Imperio Romano.
El imperio de Oriente ganó frente al califato omeya en la guerra de Palestina de 940, asegurando su posición como defensora del cristianismo frente a la expansión musulmana: sin embargo, Constantinopla falló en sus intentos de conquistar Egipto y Sicilia, aunque se anexó Malta en 956 (un importante punto estratégico del Mediterráneo).
Europa tuvo que hacer frente a las incursiones vikingas a partir del siglo IX, especialmente el Imperio carolingio y el reino de Mercia (unificador de la antigua Britania romana); para el año 1000, Northumbria, el norte de Frisia y el extremo norte de Hispania se convirtieron en territorios vikingos, situación que traería como consecuencias inmediatas el matrimonio entre la monarquía sueva y la visigoda y el reforzamiento de la alianza franco-merciana. Mientras, en Europa Oriental nacía la Rus de Kiev, que también fue testigo de las incursiones vikingas en su territorio; además, se consolidó un poderoso estado búlgaro en los Balcanes, que amenazó en repetidas ocasiones al Imperio romano de Oriente.
Baja Edad Media[]
El Sacro Imperio Romano Germánico se convirtió en potencia de primer orden a principios del siglo X, gracias a las reformas implementadas por el emperador Luis VI (que se alió con el reino de Badia en Hispania y el imperio búlgaro en los Balcanes para contrarestar la influencia griega); la dinastía anatólica fue depuesta en 1034 por la dinastía Fisitrías, que estrechó lazos con los enemigos del Sacro Imperio (España, Hungría, Croacia) y tomó una postura cordial con el Papado romano.
En 1010 comenzó la invasión normanda al reino de los escotos (tras la caída de Northumbria vikinga en 1002), formando el reino de Alba. En Escandinavia, el reino de Noruega se sobrepuso sobre los territorios daneses e islandeses, que añadió a sus dominios por medio de matrimonios y una poderosa flota de guerra; sin embargo, no pasó lo mismo con el reino sueco, que forjó una alianza con el Sacro Imperio para tomar ventaja de Noruega (mientras realizaba conquistas en las costas bálticas, frenando el avance danés en Lituania).
Sicilia había permanecido bajo la potestad musulmana desde el 699, año en que fue conquistada tras la invasión omeya de 697; desde entonces, en diversas ocasiones los reinos cristianos intentaron recuperarla, si bien en todo momento resistió el gobierno musulmán, y teniendo en cuenta que la adquisición de Sicilia se convirtió en un importante de gran relevancia tras el Gran Cisma de 954: por un lado, el Imperio de Constantinopla deseaba la isla para volver a tomar el rol de potencia naval en el Mediterráneo (al contar con la estratégica Malta y la isla de Córcega); por otro, el Sacro Imperio apoyó a varios reinos para reconquistar la isla, bajo el pretexto de conseguir paso libre al Mediterráneo Oriental y así asfixiar a la monarquía oriental. Al final vencería el último, que apoyó a Roger de Altavilla (normando) para tan labiorsa tarea, que consiguió tras una corta guerra entre 1059 y 1064.
El condado normando de Sicilia sería absorbido por la Corona española en 1098, tras una cruenta guerra entre con España en la que se vieron involucrados el Sacro Imperio (a través del reino de Italia), Roma Oriental y Badia (que apoyó la causa siciliana). Manolo II de España fue coronado como Manolo I de Sicilia el 8 de mayo de 1099 en Siracusa, lo cual solo terminaría por desembocar en un nuevo conflicto, que se extendería hasta 1109 con la firma del Tratado de Aviñón, que reconocía a Sicilia, Benevento y Badia como partes íntegras de la corona española, añadiendo el traspaso de la protección papal del Sacro Imperio a España.
Pocos años después, en 1115, fue convocado un concilio ecuménico en Sevilla, que tras su promulgación en 1120 exponía la postura de la Iglesia frente a acontecimientos del momento (matrimonio del rey Manolo III con la emperatriz oriental Helena Fisitrías, debilitamiento de los patriarcados ortodoxos, separación entre el Papa y el Emperador germánico): se reconocía la unión entre Manolo y Helena, a los cuales el papa coronaría la Navidad de ese año como sacro emperadores y defensores de la Fe; daba a conocer el reingreso de varios obispados ortodoxos dentro de la órbita latina; se aclaró que los emperadores germánicos mantendrían su titularidad, si bien ya no serían coronados por el Papa.
Expuestas las decisiones del concilio, el imperio germánico desconoció la titularidad de Manolo y Helena, declarando la guerra a sus dos naciones; de esta forma estalló la primera de las guerras imperiales, que desembocarían en la Guerra de los Cuarenta Años dos siglos más tarde. Los Estados Pontificios desaparecieron en 1175, siendo divididos entre el Sacro Imperio germánico y el Sacro Imperio mediterráneo.
A principios del siglo XIII (y aun dentro del periodo de las guerras imperiales) surgió el imperio mongol de Genghis Khan, que dominó China y vastas regiones de Asia Central y Medio Oriente, y que ingresaría en el mundo europeo en 1338, ocupando la Rus de Kiev y varios territorios del Sacro Imperio Romano Mediterráneo (Interior de Anatolia, primordialmente); estos acontecimientos acaecieron una época oscura para el imperio mediterráneo, en donde su economía y ejército fueron totalmente diezmados por las constantes guerras con mongoles, árabes, búlgaros y germánicos.
La disgregación del imperio mongol hacia 1270 permitió al reino de Suecia expandirse en Europa Oriental: a partir de este momento nació un eterno rivalismo entre la monarquía escandinava y la Horda de Oro, que lentamente fue perdiendo tierras ante los suecos y su temible ejército, alimentado por los graneros del Sacro Imperio Germánico (aliado sueco desde el siglo XI); para 1300, Suecia alcanzó las costas del Mar Negro, asegurando su posición como potencia de segundo orden.
Dentro del área sueca, Noruega y Alba conformaron una unión personal a raíz del matrimonio entre el rey Magnus VI de Noruega y la reina Matilde de Alba, que fomentaron el poblamiento de Islandia y Groenlandia, así como el aislamiento de Mercia (sin llegar a las armas, al ser ambos aliados del imperio germánico); mientras, este último conquistó Gales en 1234, tras años de sangrientas guerras entre mercianos y galeses.
Para cuando comenzó el siglo XIV, el panorama europeo era el siguiente: el Sacro Imperio Romano Germánico terminó décadas de enfrentamiento con Hungría y Polonia, y consiguió una alianza táctica con el reino de Bulgaria para debilitar a Constantinopla; Suecia finalizó su amistad con el imperio germánico tras la guerra de Lituania (con victoria sueca) y estrechó lazos con Constantinopla; el Sacro Imperio Romano Mediterráneo comenzó pláticas con el califato mameluco de África y Arabia, para debilitar al Ilkanato y a Germania y así conseguir que ambas naciones obtuvieran los territorios que las dos consideraban como propios. Por último, la Iliria romana se convirtió en un verdadero germen de tensiones políticas entre los dos grandes imperios: Hungría y Croacia permanecían bajo unión personal desde 1240, pero la falta de herederos del rey Ladislao V dejaba a disposición del trono croata varios candidatos, los dos más importantes Roberto de Nantes, príncipe imperial germánico, y Alejandro de Toledo, príncipe imperial mediterráneo.
El nombramiento de Alejandro de Toledo (y su posterior coronación) como rey de Croacia devino en el estallido de una guerra civil, que con la intervención del Sacro Imperio germánico y el Sacro Imperio mediterráneo se transformó en un conflicto de caracter continental; la situación se agravó con el ingreso de los aliados de ambos imperios, provocando un enfrentamiento bélico que trascendió las fronteras europeas, afectando a África y Medio Oriente. Estos sucesos, que transcurrieron durante 4 décadas, pasan a denominarse como la Guerra de los Cuarenta Años, cuyo final significó la caída del Sacro Imperio Romano Mediterráneo y el establecimiento de un nuevo orden europeo, siendo el comienzo de la llamada Edad Oscura (también llamada la Crisis del Siglo XIV, parte aún de la Baja Edad Media).
Iglesia de la Edad Media[]
La Iglesia medieval consiguió un gran poder tras la caída del Imperio Romano de Occidente, convirtiendose en una poderosa institución que alcanzó su mayor esplendor hacia el siglo XI (principios de la Baja Edad Media).
En un principio, el patriarcado de Roma y el patriarcado de Constantinopla reconocieron sus respectivas esferas de influencia (el primero en Occidente y el segundo en Oriente), asegurando que el obispo romano mantendría una primacía moral sobre las demás diócesis (IV Concilio ecuménico, 451). Sin embargo, esta situación no agradaría al papa León I, nombrado el Magno, que adoptó el título de pontifex maximus (anteriormente ocupado por los emperadores romanos, en desuso desde el 382).
Las discrepancias entre Roma y Constantinopla permanecerían latentes durante toda la Alta Edad Media, alcanzando su clímax en 945 tras el Gran Cisma de Oriente, que dividió al cristianismo: por un lado el rito latino (liderado por Roma) y por otro el rito griego (encabezado por Constantinopla, que reconocía la autoridad de los demás patriarcas de su esfera de influencias).
Sin embargo, la división no perduraría mucho tiempo, sobre todo gracias a la labor que el Sacro Imperio Romano Germánico tuvo al momento de enviar evangelizadores a los reinos tribales de Europa Oriental, en tanto la Iglesia de Constantinopla perdió su poder en Siria y Palestina frente a los califatos musulmanes.
La situación del cristianismo ortodoxo se encrudecería más tras el matrimonio de la emperatriz Helena Fisítiras con el rey Manolo III de España y II de Sicilia (que mantenía bajo su poder el obispado romano), anfitriones del concilio ecuménico de Sevilla de 1120, donde se hizo un llamado a la unión de las iglesias oriental y occidental (tras dos siglos de separación) y en el cual la Iglesia de Roma le añadió el caracter de Sacro al imperio regido por Helena y Malono (evento tomado como provocación por el Sacro Imperio Romano Germánico, que tomó las armas contra los romanos del mediterráneo).
A pesar de todo, el poder de la Iglesia pasó a ser nominal a partir del siglo XIII, cuando el papado, tras haber perdido los Estados Pontificios durante las guerras causadas por el concilio de Sevilla, requirió de constante ayuda imperial para asegurar su autoridad (sobre todo en las tierras eslavas, donde aún permanecían varias iglesias separadas de Roma).
Mahoma y el Islam[]
A principios del siglo VII surgió en la península arábiga un poderoso estado, cuya unión se basaba en una nueva fe, el Islam, y cuyo fundador y profeta, Mahoma, se aseguró de imponer sobre el politeísmo tribal que en ese entonces se practicaba en Arabia: convirtió a La Meca (antes santuario de ídolos) en el lugar más santo de la nueva religión, y consiguió dotar a su imperio teocrático de un poderoso séquito de fanáticos religiosos, que serían vitales en las futuras campañas de conquista musulmanas en Europa, África y Asia.
Muerto Mahoma en 632, fue sucedido por cuatro califas (el califato ortodoxo) que duplicaron los dominios dejados por el Profeta; Egipto fue conquistada en 641, la invasión a Irak finalizó con la victoria musulmana en 648 y la anexión de Persia se completó para 656 (tras desaparecer el imperio sasánida).
El califato ortodoxo fue suplantado por la dinastía omeya a partir de 661, cuyo primer gobernante fue Muawiya I; los omeyas continuar con la expansión del Islam por la vía armada, ocupando en África los territorios de Libia y Cartago (antes parte del reino vándalo) para finales del siglo VII, y conquistando Pakistán y Afganistán tras una serie de exitosas incursiones militares por parte de los generales del califa Abd al-Malik.
Los omeyas terminarían siendo depuestos por la dinastía abasí, que consolidó la supremacía musulmana en Medio Oriente y África del Norte y realizó un gran número de expediciones invasoras a Europa (como la invasión de Italia de 751, que terminaría por dar origen a los Estados Pontificios); dos siglos más tarde nacería el Califato fatimí, que se adjudicó los territorios africanos del islam (a excepción de las Mauritanias, bajo el gobierno de la confederación bereber de Barghawata).